EL REENCUENTRO DE LOS DELFINES

15 de Agosto de 2012
EL REENCUENTRO DE LOS DELFINES

 

 imagen Por Verónica Morano | ver perfil
Swimmers 

7 AM. Mañana de domingo. 20 grados. Este regalo del cielo para un avanzado fin de semana de marzo resultó un buen augurio para el resto de la jornada, después de los escasos 13 grados con los que habían amanecido las mañanas anteriores. Una de las preocupaciones que suelen angustiarme para enfrentar una carrera de natación en el río ya había quedado al margen. Sólo restaba preparar un buen desayuno, a base de cereales antes de reunirse con el grupo, rumbo a San Pedro.

La ruta no estaba tan cargada y antes de que se cumpliera la hora y media a bordo del auto, ya habíamos pasado por la casa de Mónica y César, pero el día nos depararía un trajín con escaso margen para pasar a comprar naranjas al regresar.
Al tomar el camino recto hacia el río, en la segunda salida a San Pedro, bajamos las ventanillas para comenzar a respirar el aire de campo, deleitarnos con las casas antiguas, apropiarnos del ritmo dominguero del Interior y serenar nuestro ímpetu porteño, antes de buscar unos rolito que enfriarían los víveres para degustar durante el día.

EL REENCUENTRO DE LOS DELFINES

¿Alguna vez te preguntaste en qué piensa un deportista mientras participa de una carrera? En mi caso personal, todo lo que venga al término siempre es más auspicioso y tranquilizador que los nervios y el estado alerta del organismo mientras se prepara para enfrentar el desafío. La mente domina el cuerpo, pero hasta ahora siempre pierdo en esa contienda. En cambio, aquello que sobreviene al cumplimiento de un objetivo deportivo resulta positivo, sobre todo tratándose de algo que deleite al paladar sin culpas, luego de tanto potasio y energía consumida en la semana previa, a base de bananas, nueces, miel e hidratos.

Llegamos con tiempo al camping donde nos esperaban los organizadores para intercambiar papeles administrativos por remeras y barritas de cereal. Unas, ya no me entran en el cajón donde almaceno ese tipo de souvenirs desde hace 15 años y, otras, ya no resisto ingerir un solo cereal más. El cielo estaba diáfano, la humedad en aumento, pero lo que nos sacaba del letargo de la espera tediosa eran las diminutas hormiguitas rojas que se abrían paso en cada uno de nuestros pies descalzos.

La charla técnica se demoraba, el sol pegaba como un día de diciembre y no pude desentenderme del protector solar como tenía previsto. Ya reunidos los 220 nadadores a pleno sol de mediodía, Alejandro Lecot nos explicó que unos micros nos trasladarían 8Km río arriba para recorrerlos completos con la única ayuda de nuestras extremidades. Al reconocer un barco de guerra varado en la margen derecha del río -los americanos lo vendieron durante la segunda guerra y la Argentina lo compró y reparó en la década del 60’ para realizar tareas de rescate en Malvinas-, nos estarían faltando 150 metros para llegar a la meta final, explicó. Qué casualidad tan llamativa que ese fuera el ícono que marcaría el “sprint” final cuando se están por cumplir tres décadas de aquella lamentable tragedia.

Es probable que todos estemos acostumbrados al transporte público en nuestra vida cotidiana, pero a los nadadores nos sigue resultando llamativo –a pesar de su uso corriente para estos menesteres- juntar cuerpo con cuerpo, vestidos con magras dos piezas, pieza única o sungas. Abordar un micro sudados por tanta humedad y envaselinados -para que el roce incesante de la malla no deje secuelas en el cuerpo al nadar-, sin pagar el boleto y con las manos ocupadas por gorros coloridos y antiparras, sigue resultando un modo peculiar de nuestras habituadas competencias.

En algunos casos, las charlas superficiales se prolongan, pero ese momento también resulta introspectivo para otros, los que nos dejamos invadir por los temores y las inseguridades, a pesar de las décadas de carreras que llevamos muchos de nosotros. Las casas construidas en alto para contener una probable crecida, algunas precarias, otras con mesitas afuera pensadas para disfrutar del aire libre, con los infaltables enanos y cisnes decorando el jardín, aparecen del lado izquierdo del camino que nos conducirá hasta la largada. Mientras que la vista del otro extremo nos ofrece la margen del río, que en pocos minutos recorreremos a pura brazada.

El micro sortea como puede baches y ramas crecidas por demás que se cuelan con violencia en el interior. Ambas puertas se mantienen abiertas, inseguras, sobre el ripio maltrecho. Los comentarios comienzan a apagarse, pero resurgen cuando alguna voz tenue quiere reclamar que el recorrido se hace eterno y “estos son mucho más que 8 Km, me quiero bajar”. El chofer parece perdido, las sospechas se multiplican y las risas nerviosas aparecen para demostrar que todos queremos terminar con esta farsa lo más rápido posible. EL timbre de las voces suena más fuerte y logran apagarse luego de leer el cartel que reza “Aquí González”, pintado de blanco sobre madera rectangular, apoyada en un tronco clavado en la tierra. El es quien nos franquear? su terreno privado para acceder al punto de largada.

Caminamos descalzos los 150 metros hasta la vera del río. Mientras comenzamos a revolear los brazos para dar lugar a la entrada en calor, infinitos mosquitos se hicieron un festín diabólico que nos obligó a repararnos de ellos en el río frío. La corriente comenzaba a intensificarse a pocos metros, así que quienes decidimos esperar el comienzo de la carrera lo hicimos casi encadenados con brazos y piernas ajenos para evitar que el río nos empujara. La espera se hizo larga. El tercer micro se averió y una veintena de nadadores todavía esperaba que los busquen en el camping. El sol intenso y los insectos despiadados malquistaron los ánimos, más allá de las disculpas de los organizadores. Muchos optaron por untar sus cuerpos con el concentrado barroso, esa sustancia tan típica de río que nunca deja de asquearme al rozarla.

Los nadadores varados llegaron, las gorras y antiparras se acomodaron en la posición perfecta para cada usuario. Las piernas comenzaban a delatar movimiento, el corazón se puso a ritmo y tono con los minutos previos. El bote a motor se adelantó para hacer sonar la sirena que surge del megáfono como símbolo de largada. Al oír ese sonido agudo, cada humano asume el rol que le toca en esta contienda en la que todos queremos separarnos del de al lado, pero resulta imposible desparramar tantos cuerpos por el río en poco tiempo. Las patadas de quien va adelante rebotan en el cuerpo que lo secunda; las manos de unos se mezclan con las de otros y terminan su movimiento en la cabeza ajena. Pero ya está. El tiempo corre, todos conocemos las reglas y, a pesar de ese maltrato inicial, nos hacemos lugar a puro golpe para avanzar más cómodos.
Las primeras brazadas nos dan un pantallazo de nuestro estado general: aparecen los síntomas de algún malestar muscular de arrastre, la temperatura del agua se mide para adelantarnos a su efecto sobre nuestro cuerpo durante aproximadamente una hora. El frío impacta sobre mi cuerpo con facilidad, pero esta vez se perdió rápido en la corriente. Y uno se conecta con sus sensaciones, mientras levanta la cabeza para perfilarse en el centro de la corriente.

Si uno respira cada tres brazadas, las posibilidades de ver imágenes distintas en cada margen sirve para reconocer el paisaje y amigarse con la naturaleza, en el caso de los que tenemos rutina de ciudad durante la semana. Pura vegetación, de distintas alturas y espesores, vacas y casas perdidas, acompañan el recorrido. Me enfoco en mi pensamiento. Trato de recordar las canciones que tengo preparadas para este desafío y comienza mi primera distracción. Nunca logro recordar una letra de punta a punta, a pesar de que la conozca bien y conforme parte de mi repertorio. Qué extraño funcionamiento tiene mi cabeza en momentos de estrés. Apunto a conformarme con el estribillo que repito una y otra vez: “Qué voy a hacer, si soy un bicho de ciudad”, pero me invito a buscar otra opción porque si bien ésta me gusta, no acompaña con su ritmo. El corazón trata de ajustar su velocidad y el jadeo acompaña un rato, junto con los nervios que van quedando en el camino. Pero es imposible dejar de preguntarse, una vez más, qué hago acá…
Pienso cuál fue la que canté en la carrera anterior que funcionó bien. Lo recuerdo: Coldplay, pero no la tenía preparada para esta ocasión. Buceo en mi memoria y rescato el comienzo. Por qué será que no puedo recordar la letra completa al nadar, me enredo en la pregunta tonta, mientras dejo pasar el tiempo y mido si la brazada es lo suficientemente larga como pretende mi entrenador. Sin embargo, la entrada exacta de los violines en ese tema los puedo reproducir exactamente como si estuviera escuchando el disco en vivo. “Viva la vida” tiene la cadencia justa y podía reconciliarme con la duda acerca de qué me lleva a participar de estas carreras.

Me emociono sabiendo que ese ritmo me favorece si canto “I used to rule my world…” porque la brazada casi entra en tiempo de corchea. Muy rápido, me corrijo dudando de mi capacidad para mantener ese ritmo. “Seguí hasta que puedas”, me contesto. La carrera me saca los dos personajes, el policía bueno y el malo, la madre comprensiva y la siniestra. Se pelean durante toda la carrera y siempre gana el malo, como en la vida real, lejos de los cuentos de hadas.

Trato de no pensar en el barco, en las Malvinas. De paso, durante el tiempo que sostengo la respiración, miro rápido una casa en construcción y evito analizar si es la misma que vi cuando iba en el micro, cerca de la largada. Pues eso me daría la pauta de todo lo que falta recorrer. Busco no amargarme y pienso en la gente que verdaderamente disfruta de esto. El día era inmejorable, las condiciones, ídem. Qué me pasa que el cuerpo está tenso, que el gemelo recoge mi pensamiento y se contrae con maldad. Me doy cuenta de que si no me detengo nunca en posición vertical en el medio del río, las piernas se acostumbrarán a ese pataleo frecuente con obediencia debida.

La zona de camping se acerca, ya veo pasar los autos por la costanera, la gente aglomerada en pequeñas construcciones de cemento pensadas para pescadores, que este domingo no tienen más que guardar las cañas hasta nuevo aviso, pues no podemos convivir ambos deportes en el mismo momento. Familiares y curiosos se dejan llevar por el paso de los nadadores. Qué pensarán, me pregunto. “Jamás podría hacer algo así”, mientras recuerdan todo aquello de sus vidas que no pudieron alcanzar, o disfrutarán de una disciplina que les es ajena pero llamativa? Busco al gorro naranja, el que me acompaña unos metros adelante y me sirve para no perder el ritmo y estabilizarme en el centro del río. Logro alcanzarlo y pasarlo, pero me quedo sin referencias próximas. Los remeros ya no están cerca marcando el camino y busco otra gorra amiga que me haga la pata. Coldplay suena de fondo, ya sin pronunciar cada palabra sajona. Nado parejo junto a la gorra blanca con dibujos que no logro distinguir, pero me sirve para sentirme acompañada. A esa altura de la carrera, uno se siente amigo de alguien con quien tiene una brazada pareja y no se molesta ni una vez. Dan ganas de preguntarle si quiere que la terminemos juntos, pues sin conocernos nos entendemos perfecto. Pero si hablo, pierdo el ritmo. Se lo digo al llegar. Su proa puso más velocidad rumbo al objetivo final y preferí no seguirlo.

Había pasado la mitad de la carrera, según mis estimaciones, pero no quería arriesgar el resto de energía que quedaba. Logro formar pareja con otra gorra blanca, sin dibujos. Nos entretuvimos un buen rato. El olor a parrillas con gallinas abiertas al medio y carne jugosa penetraban en mi buen ánimo. Si hay tanto movimiento es que estamos cerca del camping. Levanto la cabeza y logro distinguir el famoso barco. Recuerdo que distan 400 metros, según había dicho el organizador. Apuro mi paso, me olvido de los violines y del chico de gorra blanca. A esa altura los amigos escasean y la necesidad de llegar y ganar posiciones predomina. Me olvido de lo que dije le diría al llegar y no me da culpa. Acelero y sigo alerta a la embarcación de guerra.

Cuando el paisaje campestre comienza a transformarse en un lugar concurrido, uno tiene la ventaja de poder medir el ritmo de la brazada. Al pasar por esos puntos fijos –personas, casas, piezas de cemento, vacas- con gran rapidez, cabe la curiosidad por saber si mi brazada es tan larga y efectiva como el ritmo al que dejo de ver ese objeto? (la que ensayamos con la técnica de “golf” en los entrenamientos, el ejemplo del último de 3 de 50 mts) o si será simplemente la magnífica corriente que empuja y alienta. Mido un poco la velocidad. No me olvido que pasado el barco hay 150 metros más y tengo que dejar resto para poner quinta y turbo motor. Me animo a pensar que esta carrera está adentro, que no puedo perder, que la meta está ahí y no puede fallar. Logro mantener el ritmo. Paso el barco y las fuerzas escasean, pero la intensidad de mi brazada dice que aún me queda alguito para el sprint.

Recuerdo la última práctica de pasadas a gran velocidad levantando la cabeza en la pileta. Inútil, pensé. Si voy a esta velocidad no me puedo preocupar de lo que hay delante. Mala decisión porque si no levanto la cabeza a esa velocidad puedo pasarme de la meta y volver contra la corriente no es auspicioso. Paso a la respiración cada dos. Sólo miro a mi derecha y adelante. Veo las bollas anaranjadas y me apuro más. Decidí no levantar más la cabeza hasta tocar tierra con las manos. Estando tan próxima no podía fallar a la meta. Pero, de repente, dos brazadas me topan con algo indescriptible. Me pongo vertical aunque sé que me quedan cinco metros. Quedo cara a cara con un hocico renegrido, orejas chatas y mojadas al costado de la cabeza, el aliento intenso y la mirada fija. Me llevó dos segundos creer que un perro podía entorpecer mi llegada. Enseguida supe que nos siguió toda la carrera y no sabían cómo sacarlo. Pido que lo saquen de adelante, enojadísima. Cruzo la meta y recibo ayuda para pisar tierra firme. En la cola veo a mis amigos-gorras-blancas, pero la confianza desaparece y fuera del agua el pensamiento profundo queda de lado y el deber ser indica que uno no comenta cosas como “gracias por la compañía en el río”, menos aún si una mujer se lo dice a un varón…
Nos esperan duraznos y naranjas locales para degustar. El saludo de los amigos que llegaron, la espera de los que están por cruzar la meta. Nos abrazamos y contamos cómo la vivimos.
Un asado para carnívoros y vegetarianos va tomando color en la parrilla del camping, de la mano de Rober, otro nadador incansable y compañero noble, mientras el resto regresamos bañaditos, con aromas renovados. Las dos horas hasta la premiación pasan volando si uno se dedicó a hincar el diente en todo lo que pasaba por delante.

El atardecer se pone increíble para recibir los premios por la contienda. La luz solar se refleja en la ansiedad de los nadadores, agrupados y conectados por la humedad que no amaina. Niños de 14 con el cuerpo aún sin expandirse lideran los ganadores de la carrera. Las hermanas Ingrassia, de la misma edad, también son convocadas en cada evento para hacer podio. Las hinchadas apoyan a los compañeros ganadores y las banderas victoriosas de cada equipo se superponen para la foto. En mi grupo hubo tres triunfos, que todos sentimos compartidos democráticamente.

Cuando tenía ventipico no pensaba si seguiría entusiasmada con la natación. Pero ahora, cuando veo subir a gente grande al podio no puedo dejar de preguntarme hasta cuándo me dedicaré a esto. Quiero saber, pero nunca fui buena para proyectar el futuro y año tras año me termino dando cuenta que sigo en carrera.

A la distancia y sin barro, analizo que podría haber entonado una de Soda mientras nadaba. Pienso que nunca más volveré a escuchar en vivo a quien el ACV dejó mudo por el resto de su vida en letargo. Lo pienso y lo canto, como tributo. Igual que al Flaco. Los extraño y canto para no olvidar, aunque olvido mientras nado y me dejo llevar.

Capaz porque estoy viva, porque puedo elegir, porque el cuerpo me da, porque me animo a seguir desafiándome, porque tengo un grupo contenedor y amigo, podrían ser algunas de las razones que responderían a esa fatídica pregunta que me inquieta los nervios toda vez que me tiro al río a nadar.

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